El otoño termina. Y es entonces
cuando aparece el invierno para envolverlo todo de frío y de mentiras. Cuando la costumbre dicta sentencia, la pena de muerte es inevitable. Cualquier
resquicio de locura que podría conservarse, aflora ahora en risas ajenas. Era
más que evidente que desde hace ya algún tiempo no volvimos a ser nuestros,
pero no entraba por ninguna parte la idea de perderse.
Parece que después de cambiar
tantas veces de opinión, desgastamos todas las posibilidades de convertirnos en
lo que siempre nos habíamos prometido. Y es gracioso porque cargamos al tiempo
con la culpa y con la solución a todos nuestros errores. No perdona, la culpa es
tuya por olvidar quien eras y mía por no reconocerte a tiempo. La solución
siempre ha sido desconocida y nuestra.
Ahora, de espaldas, en alguna de
tus inoportunidades aprovechas para darme la vuelta y demostrarme qué es
cobardía. Se te da de vicio. Pero entonces, al tenerme de frente, me agarras
con fuerza y te empeñas en clavarme y retrasar la huida. Esto se te da aún mejor.
Ninguno salió ileso y entero del
campo de batalla. La guerra termina con cicatrices de por vida. Pero termina. Y
poco a poco iremos perdiendo la memoria, que es lo que nos ata. Iremos
perdiendo la primavera, que es lo que nos atrapa. Y seguro, volveremos a cruzar
miradas en colchones; y volveremos a cruzarnos la cara entre lágrimas.
Pero quizá algún día, en un
arrebato de falso arrepentimiento, nos gritemos perdón a la cara. Y apostaría
la vida a que ese día será la señal de rendirnos, irremediablemente, en la
lucha diaria que nos ha acompañado toda la vida.
Mientras tanto, lo vamos intentando.